“Cuando todos los caminos se han perdido, el Camino se abre
paso claramente”
Ursula Le Guin
No tenía ni idea de dónde se encontraba ubicado el hotel donde se
realizaba el evento, ya que me habían llevado unos amigos en coche y
habíamos ido charlando alegremente todo el viaje. Aunque sí me fijé
en el nombre de la montaña: Venusberg, la montaña de Venus.
Me propusieron visitar la casa natal de Beethoven. La música de este
autor es de las que más he escuchado en mi vida, así que me animé
en seguida a visitar su casa y hacerme una idea del ambiente en el
que vivió.
Aparcamos lejos, como a media hora, con la intención de caminar un
rato por Bonn. Visitamos la casa y al salir tomamos otro camino, para
poder conocer otra zona de la ciudad. En un momento dado, pasamos por
una tienda y vi en el escaparate un objeto que me llamó mucho la
atención. Comenté que si no fuéramos en grupo entraría a
preguntar acerca de ese objeto. Un amigo me dijo: entra y te espero
en la puerta. Sus palabras me animaron a hacerlo y entré, pero
cuando salí no había nadie esperándome.
Recuerdo muy bien lo que sentí:
“Estás perdida en medio de Europa, no hablas nada de alemán,
tampoco inglés, no tienes dinero (habíamos ido en grupo y alguien
pagó la entrada de todos), ni direcciones, ni siquiera tu dni
(documento de identidad)”
En esa época no había móviles o yo no tenía ninguno. Tampoco
sabía donde estaba el hotel. No había nadie a quien llamar y
preguntar en ningún lugar. Los amigos con los que fui estaban en el
hotel.
¿Qué hacer? Pensé en varias posibilidades:
Entrar en pánico: “Descartado inmediatamente como opción peor a
cualquier otra.
Esperar: “No es mi estilo y no creo que se den cuenta porque vamos
en varios coches. Igual no se enteran hasta la noche”.
Ir a la policía: “Qué mal rollo”.
Tomar un taxi y que me lleve a la colina de Venus: “Voy sin dinero
ni nada, no hablo el idioma, así que como le explico mi situación y
en caso de que lo encontráramos tendría que entrar en el hotel y
hacer esperar al taxista, buff… suponiendo que encontremos el
hotel, bla bla bla”
Me siento a llorar amargamente: “Y después de llorar, ¿qué?”
Empiezo a andar. En cuanto apareció este pensamiento empecé a
andar, dándome cuenta de que era lo que realmente quería hacer en
aquella situación, aunque pareciera delirante y absurdo.
Me puse a andar. Sin preferencias. Había perdido totalmente el
camino así que no tenía referencias de ningún tipo.
Al llegar a la esquina, apareció un olor a croissant por la derecha.
Como me daba igual, fui hacia allí, ya que olía bien. Otra esquina,
el 9 en la puerta, que es el número reducido de mi fecha de
nacimiento. Pues hacia allí giré. Otra encrucijada, flores
preciosas en un balcón, pues giro otra vez… Nombres, animales,
olores… Así seguí.
En ese punto de la historia empezó a pasar algo interesante que
indudablemente marcó un antes y un después sutil en mi vida. Empecé
a darme cuenta de que me estaba guiando a mi misma y llegaría a buen
destino. Paulatinamente fui comprendiendo lo acertado de mi impulso
inicial de empezar a andar y la certeza de que esa experiencia me
permitiría la entrada a una nueva dimensión del sentido de la vida.
Suponía un salto cuántico, la comprensión de una verdad mayor que
abarcaba a las anteriores. Me habían pasado situaciones parecidas en
la vida, pero la contundencia con la que se presentó esta vez fue
tal que me removió profundamente.
Poco a poco, la certeza fue inundándome de alegría profunda,
infinita. Me sentía guiada. Miedos anteriores incrustados se iban
disolviendo de igual manera que el sol del amanecer va deshaciendo
las nubes. Un paquete de información impresionante iba llegando
mientras andaba. Entendía que hay que perder el camino para
encontrarlo. No te dejas guiar mientras tienes referencias que te
hacen preferir caminos.
En pleno entusiasmo, como un guiño extra de la vida encontré a dos
jóvenes, hijos de una amiga que estaba en el encuentro de yoga. Me
dijeron que mi amigo les había encargado esperarme en la puerta de
la tienda para llevarme, pero no me habían visto y se habían
desorientado. Realmente no tenían ni idea de dónde estaban los
coches. Les dije: “no hay problema, sé donde voy, seguidme”.
Así seguimos andando un rato, con la certeza absoluta de que
llegaríamos a buen puerto. Ni una sombra de duda.
Al cabo de unos minutos, allí estaban mis amigos en sus coches
esperándome. Al entrar en el aparcamiento se habían dado cuenta de
que faltaba yo y estaban decidiendo qué hacían. En realidad, tan
acertado fue el camino que tomé que sólo llegué unos minutos
después que ellos.
Me perdí y Me encontré.
Autor: Marisa Ferrer Fecha: 25/06/2015